martes, 9 de octubre de 2012
Cien años de soledad. Inicio. Gabriel García Márquez
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre
lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y
enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas
cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con
el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos
desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande
alboroto de pitos y timbales daban a conocerlos nuevos inventos. Primero
llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de
gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una
truculenta demostración pública de los que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa
arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver
que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su
sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los
tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde
hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se
arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de
Melquíades. "Las cosas tienen vida propia—pregonaba el gitano con áspero
acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima". José Arcadio
Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el
ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó
que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el
oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno:
"Para eso no sirve". Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo
en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de
chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que
contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio
doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para
empedrar la casa",replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en
demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,
inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y
recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró
desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas
por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un
enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los
cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura,
encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el
cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario